Aunque pueda parecer que siempre han estado ahí, lo cierto es que los cementerios como los conocemos ahora son una forma de enterramiento relativamente reciente. Si nos remontamos al comienzo de la costumbre de enterrar, ésta se inicia utilizando como lugar de inhumación las iglesias, terreno considerado sagrado, y utilizando el centro de las naves y los laterales para los personajes más notables, el resto de personas eran enterrados a los pies de la iglesia o en los terrenos colindantes. A esto se le llamó popularmente cementerio parroquial o de feligresía.
Según cita Joaquín Zambrano(*): Es posible encontrar normas relativas a esta industria en torno a la muerte, ya desde el siglo XIII aparecen disposiciones legislativas importantes como el Fuero Juzgo, las Partidas de Alfonso X (s. XIII) o el Ritual Romano de Paulo V (1614). Esta fue la practica habitual hasta la llegada de la Ilustración y las reformas higiénicas.
Y todo cambia en la segunda mitad del siglo XVIII, el detonante fue de la epidemia de Pasajes de 1780 que se cerró con un saldo 83 muertos, que se atribuyeron a las exhalaciones de los difuntos enterrados en la iglesia, momento en que podemos establecer el comienzo de la era de los cementerios actuales. Tras diferentes informes encargados por el rey Carlos III al Consejo de Castilla, se decide qué los enterramientos deben ser realizados extramuros, es decir fuera de las ciudades y se promulga la Real Orden de Carlos III en febrero de 1787.
En la época la salubridad de las ciudades dejaba mucho que desear y el hacinamiento, la falta de higiene y la suciedad urbana eran un problema difícil de resolver. Por ello todas las opiniones favorables a esta decisión se apoyaban en motivos higiénicos y de salubridad pública, muy en consonancia con las tendencias ilustradas de la época, y sobre todo por que no suponían contravenir las normas de la iglesia en modo alguno.
Las características que debían tener los emplazamiento de los cementerios se van perfilando con los años siempre con base en la salubridad pública, y así en una Real Orden de febrero de 1886 se recogen aspectos tales como que la distancia mínima de 2 kilómetros de la última casa habitada si la ciudad tiene 20.000 o más habitantes, a 1 kilómetro si la ciudad tiene 5.000 habitantes y a 500 metros en los casos en que la población no llega a 5.000 habitantes.
Con este nuevo panorama es fácil deducir que las cuestiones financieras del cambio en la materia fúnebre dieron lugar a no pocos conflictos entre la Iglesia y el Estado entorno a la financiación de los espacios destinados al enterramiento, pero esa es otra historia que trataremos en otra ocasión.
(*) La información contenida en este artículo proviene de distintas fuentes consultadas y entre ellas especialmente la publicación CULTURA FUNERARIA POPULAR EN ESPAÑA Y SU PRESENCIA HISTORIOGRÁFICA correspondiente a Joaquín Zambrano González, de la Universidad de Granada.